Marco García (1980) nos presenta la exposición, EREBUS. TRES ENSAYOS SOBRE GRÁFICA Y ESTAMPA. De manera análoga, este texto sobre su obra se organiza en tres breves reflexiones que dan cuenta de algunos aspectos de su obra, para llegar a una consideración final.
Si se le pregunta a Marco García sobre su obra, sin el menor reparo responderá con el humor que lo caracteriza “Yo hago basura”. Y es que, en efecto, su obra gráfica toma por motivo un repertorio de desechos e insignificancias: escombros, unos trapos, un trozo de la corteza de árbol, los pliegues de una bolsa de basura, alguna piedra… Lejos estamos de los tiempos donde una obra era valorada por la nobleza de su tema, por lo que la elección de esos motivos no debería sorprender a nadie, -aunque los criterios bien-pensantes y pretendidamente incluyentes en la actualidad parecen restituir este rasero moral para medir la valía de una obra de arte, ponderando su supuesta pertinencia en un contexto social-. De cualquier forma, valdría la pena preguntarse qué lleva a un artista a poner su atención en motivos tan degradados, irrelevantes o francamente nimios. Para responder adecuadamente a esta pregunta habría que reformularla, dejando de lado los qués para, afinando la mirada, detectar los cómos, pues toda mirada es intencionada, el ojo inocente no existe. Entonces, la pregunta es más bien: ¿qué ve Marco García en unos escombros? ¿Qué lo motiva a reproducir los pliegues de una tela o de una bolsa de basura? ¿Qué le anima a prestar una atención tan inusitada a la accidentada textura de una piedra o una corteza? Esta pregunta admite una doble respuesta.
Si consideramos no tanto los motivos sino cómo se nos presentan, lo primero que salta a la vista es la iluminación. El alto contraste presente en toda la obra de Marco nos presenta las cosas en un aspecto insólito. Una luz dura, despiadada, resalta todos los accidentes de la materia sin tregua ni edulcoración. Iluminadas así, teatralmente, las cosas se nos presentan como son y no como creemos que son, operando un enrarecimiento que nos las revela en un aspecto desconocido y, por lo tanto, deshumanizado. La luz en sus piezas cumple una función análoga a la de la iluminación en una obra teatral, ayudando a resaltar e incrementar el dramatismo de su existencia. Sobreviene la súbita consciencia de que ese patio lleno de escombros, esas piedras o esa tela, tienen una existencia independiente de los seres humanos que las engendraron, ajena a cualquier categoría de valor y donde el tiempo no se mide, sino que transcurre indiferente. La de Marco es una mirada desantropologizada hacia los productos de una civilización absurda, que vive abstraída de la realidad material de las cosas, habitando un sistema de convenciones sociales que la cruda materialidad de sus motivos exhibe como una construcción arbitraria. Se mira en los detritus de nuestra civilización su propia ruina por acontecer o quizás ya acontecida. Sus motivos nos escupen la cruda realidad a la cara, dejándonos desconcertados. Toda su obra es, pues, heredera de esa fascinación romántica por la ruina, como melancólico recordatorio de la fatuidad de toda empresa humana.
La práctica de una disciplina artística trastorna y transforma nuestra relación con el mundo. Cuando se trabaja con imágenes y se tiene un ojo entrenado para detectar las más sutiles variaciones cromáticas, tonales o de tratamiento, no existe impedimento alguno para hacer extensiva esta mirada hipersensibilizada de lo visual a todo el ámbito de lo visible. La mirada del artista se desborda en una realidad física y material por completo ajena al arte, donde si se pone la debida atención, puede descubrirse que innumerables valores plásticos y formales que tienen valía dentro del sistema “arte” pueden encontrarse igualmente fuera de él, en la textura de una pared deslavada, en las grietas del pavimento, en la herrumbre de una superficie metálica o en la abolladura de un coche. Se hace efectivo así el paradójico aserto de Óscar Wilde: es la realidad la que imita al arte y no al revés. La mirada visualmente enriquecida del arte extrapolada a la vida nos ofrece una experiencia vital inusitada en cualquier rincón del mundo, sin importar de qué se trate. Es entonces perfectamente posible arrobarse ante los pliegues de un trapo o fascinarse ante las texturas de una corteza. La experiencia estética resulta no ser exclusiva de un tipo de imágenes privilegiadas pertenecientes a la “alta cultura” sino una posibilidad disponible para cualquiera que logre tener un momento de atención plena. No otra cosa se propuso John Cage: ampliar los objetos (sonidos) dignos de atención a todo lo existente.
El trabajo cotidiano de hacer hendiduras sobre una placa con la punta o la gubia suscita una mirada afinada para descubrir heridas semejantes en la realidad material. Eso explica la recurrencia en la obra de Marco de motivos pletóricos de accidentes como piedras, cortezas de árboles o nervaduras de plantas, cuya materialidad es ya una invitación y una invocación de los procedimientos de la gráfica. Una mirada fascinada con la nimiedad de los accidentes ve en estos motivos una incitación a su apropiación a través de la práctica artística. Más que atender el aspecto que presenta una cosa y copiar su apariencia, Marco remeda su materialidad hendida, marcada, herida. Se apropia de la realidad a través de la incisión, participando de la accidentalidad de la materia, remedando en el proceso mismo de ejecución de una pieza la exposición a agentes y circunstancias que han marcado a la materia en su devenir. No es casual que sus motivos predilectos hagan patente su exposición a los azares del tiempo: ninguna superficie es limpia, todas están mancilladas, erosionadas. Temporalidad dilatada -que puede incluso sobrepasar cualquier cronología humana- que encuentra un símil en la ejecución de las piezas a través de una paciente y obsesiva marcación de accidentes que replica la de sus motivos. Representar significa apropiarse de algo, es un ejercicio de abstracción que, situándose en una posición privilegiada, domina y somete la realidad a un orden, produciendo un sucedáneo domesticado de lo real. Esta operación de control y clarificación de lo real poco o nada tiene que ver con el proceder de Marco, pues nuestro artista no se sitúa por arriba de lo real, sino que se entrega -abrazándola- a la accidentalidad de la materia, replicándola en los procesos de construcción de la imagen, abandonándose encarnada y empáticamente a las huellas del tiempo. No es casual que la insistencia en la marca lleve a que los motivos de Marco se disuelvan en heridas tanto de la gubia /punta como del tiempo, perdiendo legibilidad. Máxime considerando que sus encuadres son acercamientos a un fragmento de la realidad que privilegia lo accidental por sobre el reconocimiento del motivo. Es una mirada microscopista atenta al más mínimo detalle, descuidando la claridad de presentación y negando el aspecto conocido de lo real: no sólo mirar el mundo como una placa a grabar, sino rendirse y postrarse ante la materia-devenir, sabiendo o intuyendo que ese transcurrir es lo único que es.
Grabar es incidir sobre la superficie de una placa, dejando huellas donde la tinta se depositará para construir una imagen a través de estas pequeñas hendiduras. Estampar es dejar la huella de una placa entintada sobre otra superficie, un papel donde quedará una copia inversa de sí. Los procedimientos de la gráfica y la estampa están embebidos y condicionados por lo indicial, aunque la preponderancia del motivo, del dibujo y de la representación en la producción de la gráfica nacional parezca ignorar este hecho tan determinante que desmarca y caracteriza a sus imágenes de las producidas por otras disciplinas y medios. Marco García es de los pocos grabadores cuya producción no sólo no ignora, sino que pondera el ineludible carácter de marca/huella que toda imagen elaborada en una placa y pasada por un tórculo tiene. El énfasis en las marcas como elemento constructor consubstancial a la gráfica como disciplina artística está presente en toda su obra, haciendo problemática la distinción de Pierce entre ícono y índice.
Pero hay ciertas piezas de su producción -quizás las mejores- que dejan de lado la ambigüedad entre ícono e índice, abierta y descaradamente decantándose por lo indicial, apartándose por completo de cualquier criterio de representación por semejanza y abrazando el carácter de marca/huella que es intrínseco a la disciplina artística en la que se desempeña. Corte, Fractura y Cuatro o cinco líneas fueron elaboradas aventando azarosamente unos hilos sobre la placa entintada, pasándola posteriormente por el tórculo de tal suerte que la presencia real del hilo deja su huella en negativo, en la forma de una línea blanca. Lo que inicialmente se lee como un mero elemento formal, en cuanto sabemos su origen se torna ambivalente, llevando de manera efectiva y contundente a la gráfica a una dimensión autorreflexiva. De manera mucho más sencilla que en la Box with the Sound of Its Own Making de Robert Morris, estas piezas enuncian con extrema simplicidad y delicada franqueza su proceso de realización, sin dejar de ser cautivadoras visualmente y llevando tanto a la gráfica como a la estampa a sus más básicas condiciones de posibilidad, a un cierto grado cero. Lo que maravilla de estas piezas es su efectividad tanto como imagen artística moviéndose en el terreno de lo plástico y formal, como ejercicio crítico y autorreflexivo, lo cual no es en absoluto común pues lo discursivo y lo visual en la obra de muchos artistas suelen ir cada uno por su lado, excluyéndose mutuamente. Estamos ante unas imágenes-retrúecano, desdobladas e irónicas, como serpientes mordiéndose la cola o torcidas cintas de Moebius, con un pie dentro y otro fuera del sistema, jugando en un terreno liminal y ambiguo, pero plenamente operativas en ambos lados de la ecuación. No es ninguna casualidad que el gesto de aventar unos hilos sea idéntico al de Marcel Duchamp en 3 stoppages étalon: estamos ante el mismo distanciamiento, el mismo gesto irónico de quien descree de lo que hace y por lo tanto sólo juega.
El mismo procedimiento ha sido llevado aún más lejos en Cloud of Unknowing, prescindiendo del objeto (el hilo) y sólo empleando algún agente o substancia que bloquea la tinta. La mancha resultante, producto de azar, pareciera haber surgido del más desinhibido de los pintores gestuales, aunque en realidad nuestro artista ha trabajado a ciegas, dejando que las afinidades o incompatibilidades de los materiales trabajen por su cuenta. Toda gestualidad es un acto voluntarioso de un artista que se afirma en un hacer, reclamando una autoría. Aunque en apariencia estas piezas parecen inscribirse en esa misma lógica, aquí el autor se ha limitado a enmarcar o señalar un comportamiento de los materiales y la mecánica de un procedimiento, dejándoles tomar todo el protagonismo. Una auto-reflexividad en el límite: la gráfica y la estampa siendo solamente eso, desprovistos de toda narrativa o representación y aún prescindiendo de un objeto que dejase su huella indicial -que bien pudiera tomarse por un remanente de lo representacional-. Lenguaje enunciándose a sí mismo, pero sin pretender una pureza o llegar a una definición de sí, sin querer llegar al núcleo esencial de sus cualidades más básicas que le permiten ser tal, apartándose, por tanto, del fallido relato de la especificidad medial greenbergiano. Un truco de mago exhibiéndose como tal, pero conservando su capacidad de engaño, exhibiendo sin pudor la contingencia de lo que lo hace posible, pero conservando su poder de fascinación. Juego que desmonta las reglas que lo conforman, pero sin dejar de jugar, gesto de audacia extrema que se critica y afirma a un tiempo.
“Una duda que dudara de todo no sería una duda”. La frase de Wittgenstein cobra sentido cabal en esta serie de Marco García. De manera análoga a la noche obscura del místico donde la duda corroe hasta que casi perdiendo la fe se llega finalmente a la iluminación o tal como ocurre en la etapa del Nigredo en la alquimia donde la destrucción y muerte de los elementos debe llegar a un punto máximo previo a su transmutación, así la obra de Marco abre una duda, un abismo de sentido que en el momento mismo en que se desfonda hasta su insignificancia se retrotrae para afirmarse de vuelta. La crítica y la consciencia de sí, llevada a un extremo, puede conducir a la locura o la inoperancia. La alternativa es la renuncia a todo control y a todo conocimiento, asumiendo gozosa o dolorosamente la contradicción y la paradoja; en una palabra: des-conocer.
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Des-conocer es asumir melancólicamente que toda empresa humana tiene límites precisos que es imposible sobrepasar, reconocer humildemente que toda significación tiene un área de validez fuera de la cual carece por completo de sentido. La luz clara de la mente de la Ilustración cede su lugar a lo que nos sobrepasa, a lo desconocido: Érebo. Obscuridad clarividente, sin embargo. Pues la consciencia de la propia relatividad e insignificancia es, sin duda, la más grande de las sapiencias. Tal y como ha quedado asentado en los sistemas de creencias de muchas culturas, luz y obscuridad son principios antagónicos, pero complementarios, que no pueden existir el uno sin el otro. Como relatan los místicos, en la máxima obscuridad habita ya la luz. La obra de Marco García, en su honda obscuridad -sardónica y descreída, melancólica y dolorosa- es un tipo de iluminación inversa… como en la gráfica, donde lo más obscuro deviene lo más claro y viceversa.
Víctor Sánchez Villarreal
CDMX, Agosto de 2022